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Foto del escritorArón Enrique Pérez Durán

Una vida entre muertos, flores y veladoras: “Don Picho” un sepulturero de Pomuch.

Arón Enrique Pérez Durán

Historiador

(Publicación realizada en el 2014 en la revista "Explora Campeche")


Pero todo había cambiado,

pues donde su madre estaba,

un panteón se levantaba,

quizás de algún potentado,

el niño desesperado,

por el cambio que encontró,

llorando le preguntó,

a un viejo sepulturero,

dígame señor, !ligero!,

quién a mi madre llevó?

Y el viejo sepulturero,

al niño triste le dijo:

!No me hagas preguntas hijo,

que hacerte llorar no quiero!".

(El huérfano y el sepulturero. Agustín Magaldi).


Sin lugar a duda, la muerte es un acontecimiento que ha inquietado al ser humano desde siempre, y es, precisamente esa inquietud la que ha promovido, como recurso histórico fundamental para su aceptación y atenuación, la celebración de rituales funerarios. En ellos, por el concurso de múltiples símbolos, se encuentran estrategias cuya función esencial es la preservación del equilibrio individual y social de los miembros de una sociedad. La muerte actúa como una especie de frontera colectiva, que delimita y define los dos extremos de la condición humana (Barley, 2000, p. 7). Las diferencias en la vivencia del manejo de la muerte en cada cultura están impuestas por el concepto que cada individuo ha construido a través de su historia, así como de su contexto social donde crece y se desarrolla.

Vida y muerte, y entre medias un tiempo tan indefinido como impredecible. Cuando la muerte tiene lugar, el ser humano tiende a establecer una estrecha e inmediata relación de la muerte como un suceso de carácter biológico unido a una reflexión de tipo religioso (Ciudad, et al, 2005, p. 7). Este fenómeno se puede observar como un acontecimiento individual, que afecta a una persona concreta y su reducido entorno familiar, pero es algo más que una experiencia individual. Y es que la muerte trasciende el hecho biológico y los pensamientos y rituales establecidos por la ortodoxia religiosa para situarse en todos y cada uno de los ámbitos en los que interactúa el ser humano, desde el puramente instrumental y tecnológico, a aquel que tiene una vertiente social y económica, así como el que se refiere al universo religioso, al pensamiento y a las manifestaciones artísticas; la muerte es, en suma, un hecho biológico y un fenómeno sociocultural (Ciudad, et al, 2005, p. 7).

Como señala Roger Escobar (1992, p. 1), allá enclavada en la vasta planicie del verde sureste, cubierta de flora y fauna de calado clima y lluvias torrenciales, está la comunidad de Pomuch. Sobresalientes sus casas de huano, blancas albarradas, sus calles embutidas de sascab y un cielo azul que por las noches se siembra de estrellas radiantes y, en tiempos de luna, el disco plateado, transforma las sombras que el sol deja en su ausencia el día nocturno. El bullicio de alegres avecillas despierta por las tibias mañanas, el piar de los tordos y miles de pajarillos acurrucándose, buscando en las ramas de las guayas, de las ceibas y ramones en donde dormir cuando llega el crepúsculo. Esto y más forman el paisaje del Pomuch alegre, querida tierra, remanso del alma.

La comunidad de Pomuch es una pequeña población enclavada en lo que hoy en día se conoce como el Camino Real, perteneciente al municipio de Hecelchakán, Campeche. Sus tipologías culturales no cambian en mucho con los demás pueblos que la circundan, ya que mantienen un tipo de similitud en cuanto al estilo cultural y sus múltiples manifestaciones, como la lengua maya, que en Pomuch es hablada por la mayoría de sus habitantes.

Además de su pan, Pomuch es muy conocido por su ritual de la limpieza de huesos en su panteón municipal. Don José Alfonzo Hernández Aké, mejor conocido como “Don Picho” es el sepulturero del pueblo desde hace 9 años: “Hace ya muchos años le entro a este oficio de sepulturero, antes trabajaba en el campo cortando zacate y sembrando la milpa, pero como anduve en aquellos tiempos en campaña política de Jorge Chán, fue como pude obtener este trabajo”[1].

“El oficio de sepulturero nadie me lo enseñó, aquí aprendí sobre la practica y solo no hay que ser repulsivo; no tengo miedo ni repugnancia de andar entre los muertos. Gracias a Dios nunca me he enfermado ni nunca me han asustado. Hay veces en que escucho y veo algún mal viento aquí en el panteón, en ocasiones he visto a una señora o a una muchacha que recorre el cementerio, la veo dar la vuelta por la parte del fondo y la sigo, pero por más que trato de alcanzarla ya no la encuentro, entonces lo mejor que hago es cerrar el cementerio y me voy a mi casa. Estos malos vientos los veo cuando hay lluvias y nortes muy de tardecita. La gente del pueblo cree que los espíritus que andan penando en el cementerio son aquellas que se ahorcaron, pero lo que los traiciona es el miedo y la mente, porque cuando vienen al panteón y pasan junto a la tumba de alguno que se haya ahorcado dicen que sienten que les tallan los pies”[2].

“Después de enterrar a un difunto a los tres años lo tienen que sacar de su tumba. Yo dejo abierto el sepulcro por espacio de 20 minutos para permitir salir todos los gases que se acumularon adentro. Saco la caja y si el muertito ya está deshecho lo pongo sobre una tumba y lo extiendo, después vas buscando los pies, los brazos, las caderas, las espinazos y todos los huesos más grandes son los que se van estibando, ya luego se agarran las costillas y se emprende hacer la limpieza y se van estibando, inmediatamente agarras el cráneo y la mandíbula y lo armas para continuar con todos los demás huesos pequeñitos que se colocan en los lados de la cajita hasta que se completen los 170 huesos”[3].

“En este oficio me ha tocado ver de todo. Recuerdo bien una vez que saqué a un difunto de su sepultura a los tres años de fallecido y lo puse en el piso con todo y cajón, ahí miré que su corazón aún seguía bombeando y le dije a los familiares que se iba hacer, les comenté que a un muerto en ocasiones cuando se les saca y les da el aire su corazón empieza a bombear y después deja de latir para morirse”[4].

“Como sepulturero, solo yo realizo este trabajo en toda mi familia, a mis hijos no les gusta porque les da miedo y por eso no vienen ayudarme. El miedo es controlable, es como sacar un difunto que esta momia aún y si te le quedas viendo puedes sentir dolor de cerebro, porque pasa por tu mente el porque el muerto quedó momia. Yo no pienso nada de eso. Mi trabajo es mi trabajo y tampoco me involucro cuando veo a los familiares llorar por la persona que falleció”[5].

“Ya tengo 56 años y el día que yo me muera allá en el nuevo panteón me van a enterrar, aquí en este viejo lugar ya no hay espacio, esto está ya muy lleno, pero mientras ese día llegue le seguiré trabajando de sepulturero y seguiré platicando y cuidando a los muertos del panteón de Pomuch. Ellos me cuidan, yo los cuido. Así tiene que ser”[6].

Fuentes consultadas

Barley, Nigel. (2000) Bailando sobre la tumba. Encuentros con la muerte. Editorial Anagrama, Barcelona.

Ciudad Ruíz, Andrés, Mario Humberto Ruz y María Josefa Iglesias Ponce de León (eds.). (2005) Antropología de la Eternidad. La muerte en la cultura maya. Unidad Española de Estudios Mayas, Unidad Académica de Ciencias Sociales y Humanidades, IIF, CEM, Universidad.

Escobar Euan, Roger M. (1992). Pomuch en el Mayab y Sentimientos. Didáctica Impresores, México.

[1] José Hernández Aké, comunicación personal, 19 de octubre de 2014. [2] José Hernández Aké, comunicación personal, 19 de octubre de 2014. [3] José Hernández Aké, comunicación personal, 19 de octubre de 2014. [4] José Hernández Aké, comunicación personal, 19 de octubre de 2014. [5] José Hernández Aké, comunicación personal, 19 de octubre de 2014. [6] José Hernández Aké, comunicación personal, 19 de octubre de 2014.


Foto: EXPLORA CAMPECHE


Foto: EXPLORA CAMPECHE





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