Arón Enrique Pérez Durán
Historiador
Cronista del Municipio de Campeche.
Recordar la casa de mi infancia es recordar también al barrio de mi infancia.
Juan Bernardo Guillen, hombre de trabajo y esfuerzo, estudió en el Instituto Tecnológico de Campeche y ha sido entrenador de Selección Nacional de la Federación Mexicana de Karate Do.
El “Sub” como este historiador lo llama, vivió 20 años el Estado de Nuevo León desde donde siempre rememoraba al Campeche de su infancia, aquella vieja casona del Centro Histórico de la ciudad donde vivió, la que poesía los más bellos atardeceres y que cimentó sus recuerdos, aquella que nunca olvidó.
En el año de 2000, la vida le concedió a Juan el nacimiento de su hija Rebeca; desde aquel entonces siempre trato de contarle a ella sobre la casa donde nació en Campeche. Rebeca, a sus siete años, escuchaba a su padre narrar sus historias y anécdotas de cuando era un niño.
Viviendo en Apodaca, Nuevo León, en el 2008, Juan Bernardo decidió un día plasmar en una carta los recuerdos de su niñez e inmortalizarlos para siempre, aquellos que siempre le contó a su hija.
Mi agradecimiento a Juan por contarme su historia, por permitirme reproducir y publicar aquella carta, que al día de hoy es el mayor tesoro de su hija Rebeca.
LA CASA DONDE NACÍ
La casa donde nací, crecí y viví en la ciudad más poderosa del mundo, la que posee los más bellos atardeceres, esta casa se encuentra en el centro histórico de Campeche. La ciudad no es muy grande, por lo que su centro colonial es proporcional a la urbe. Está dividida en calles perpendiculares con nomenclatura numérica. Las calles paralelas al mar son número par y las transversales son impar. Nuestra calle era la calle 10.
A dos y media cuadras, en dirección al centro del “centro”, sobre la misma calle 10, estaba un lugar muy popular llamado “La Nutria”. Ahí trabajaban todo artículo de piel. Lo fuerte de ellos era la reparación, aunque si se les daba las características de algo, podían manufacturarlo. Recuerdo que cuando nuestros zapatos sufrían los estragos de subir y bajar árboles, brincar charcos, esconderse en las casas abandonadas y más que nada jugar fútbol; eran enviados a este taller. Ahí aprendí a sumar, si te decían que los zapatos quedaban listos en una semana, había que sumarle tres días más, y si se atravesaban días festivos, o incluso nuestro glorioso carnaval, la suma de días era aún mayor.
Alguna vez mi madre envío a reparar ahí bolsos, maletas, y hasta la funda del machete de mi padre. Aquella indispensable herramienta para su trabajo que no podía faltar debajo del asiento de su camioneta, siempre a un lado del gato hidráulico.
Casi enfrente de la nutria estaba Don Juanito, homónimo de mi padre, pero de apellido Mendicuti; de oficio: peluquero. Mis hermanos y un servidor fuimos víctimas de él muchos años. Justo a un lado de su local, estaba un relojero. Era el encargado de reparar todos los aparatos que marcaban el tiempo. Desde relojes de mano, de pared, despertadores, etc. En cuanto un reloj dejaba de marcar, mi madre nos mandaba a llevarlo con él. No recuerdo su nombre, pero sí recuerdo como se ponía el lente de aumento en el ojo derecho para abrir el reloj en turno y dar su diagnóstico, seguido del presupuesto y el tiempo que tardaría en repararlo. Contrario a su vecino de enfrente, y fiel a los aparatos que reparaba, el sí entregaba lo reparado el día indicado.
Unas cuadras más adelante, justo en la calle 55, entre la 10 y la 12, se encontraba el sastre donde mi madre mandaba a hacer o arreglar la ropa de nosotros. El proceso era muy sencillo: cuando se acercaba la fecha de inicio de clases compraba la tela del color de los uniformes, nos llevaba al sastre y ¡listo!, en un tiempo ya teníamos uniformes escolares. Y cuando el área de las rodillas ya tenía huellas de batalla, era imprescindible que los uniformes fueran a dar al mismo lugar donde nacieron, pero ahora para su reparación. Algún día un pantalón del uniforme de la secundaria fue mutilado de su parte inferior para que se convirtiera en mi primer uniforme scout.
En aquel tiempo, las cosas indispensables para la vida, como la vestimenta, el calzado y lo que nos marcaba el tiempo, eran reparados cuando tenían algún desperfecto. Sin embargo, actualmente se tiene la cultura de desecharlos. Mi niña grande, cuanto las relaciones con la gente que es importante para ti se dañen, no la deseches, repárala. Y en dado caso de que necesites ayuda, como nosotros necesitábamos de los expertos, busca a quien tú sepas que tiene experiencia en enmendar las cosas. Que las relaciones con la gente que te rodea no sean desechables, al contrario, si encuentras la manera de repararlas, tendrán mayor tiempo de vida y las apreciarás mejor a lo largo de tu propia vida. Creo que todavía existe algún viejo reloj reparado en la casa donde nací, crecí y viví en la ciudad más poderosa del mundo, justo en el centro de mi hermosa ciudad, la que posee los más bellos atardeceres.
Fotos: Juan Bernardo Guillen
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